A continuación, puede leerse el relato original:
Abrió un ojo primero y, después, el otro. Parpadeó varias veces, deslumbrado por las luces de neón de la cocina. Se desperezó, estirando sus brazos y piernas hasta chocarse con el resto de sus compañeros, que parecían seguir dormidos. De un salto dejó atrás el cuenco de los pistachos. Sin embargo, cuando sus pies se posaron en el mantel de estampado floral, le fallaron las piernas y terminó resbalándose. Con la caída, comenzó a rodar hacia la izquierda y, si no hubiese sido porque el plato de frutas le frenó, hubiese seguido girando hasta el suelo. Se incorporó sobre un brazo y se palpó la pequeña grieta que se había hecho en la frente. Chasqueó los dedos y los dos lados de la fisura se unieron hasta desaparecer. Sonrió ampliamente y se puso en pie intentando estabilizarse sobre sus piernas. Le temblaban, como si no estuviese acostumbrado a usarlas. Al cabo de unos segundos, cogió seguridad y dio unos cuantos pasos. Sus ojos revolotearon por todo lo que le rodeaba, hasta posarse sobre un frasco de cerámica. Dio unos cuantos saltos cortos, midiendo sus fuerzas. Después, dio un salto más grande y se agarró al borde del tarro. Por segunda vez, volvió a resbalar y se hundió en el azúcar moreno. Comenzó a reírse de sí mismo. Con los granos de azúcar escurriéndosele por todos lados, trepó por las paredes y se sentó en el borde. Tuvo cuidado de agarrarse con las manos. Ahí quieto, esperó. Sus piernas se movían alegremente al compás del reloj de pared y sonreía con despreocupación.
Al cabo de unos diez segundos, los dos niños aparecieron.
–¡Aquí sigues! ¡Es alucinante! –dijo el mayor que debía de rondar los cinco años.
–¡Sí! ¡Es un Paquito que… que… habla! –dijo la pequeña.
–No sé dice Paquito, enana, se dice… –comenzó a corregirle el mayor.
–Podéis llamarme Paquito –le interrumpió él, aún desde su trono en el tarro de azúcar moreno.
–¿Quieres jugar con nosotros? –le preguntó ella.
–¡Claro! –contestó Paquito.
Los dos niños se sacaron unos muñecos de los bolsillos  y empezaron a jugar con ellos y con Paquito, como si este fuese un juguete más. Paquito se quedó quieto durante una fracción de segundo, pero acabó respondiendo al muñeco de Mickey Mouse cuando el hermano mayor habló, y también aceptó la pelea con el Epi de la hermana pequeña. Sin embargo, su rival calculó mal sus fuerzas y, en el primer enfrentamiento, Paquito salió despedido hacia atrás. Se quedó a unos centímetros de caerse de la mesa.
–¿Estás bien? –le preguntó el mayor–. Es pequeña, no sabe lo que hace. ¿Te has enfadado?
–No conozco esa palabra –le respondió Paquito–. ¿Seguimos jugando?
–¿De verdad no conoces esa palabra?
Paquito le miró sonriente y el niño no supo qué pensar, aunque entendió que no estaba enfadado. Bajo la severa mirada de su hermana, que a toda costa quería continuar con el juego, el niño le preguntó:
–¿Quién eres tú? –pero Paquito solo se encogió ligeramente de hombros–. ¿Hay más como tú? ¿Que hablen?
Mientras miraba el cuenco de los pistachos, Paquito negó moviendo todo su cuerpo de un lado a otro. Por poco, perdió el equilibrio de nuevo.
–¿Triste? –preguntó la pequeña, que comenzaba a estar más interesada en su nuevo amigo que en seguir jugando.
Pero el hermano mayor, con una intuición, se adelantó a la respuesta de Paquito:
–Tampoco conoces esa palabra. Es… estar sin ganas de jugar porque estás solo.
–No estoy solo, estoy con vosotros. Y ellos ya llegarán, al igual que he aparecido yo.
–¿Magia? –preguntó la pequeña.
–La magia no existe –respondió el mayor.
–La magia existe, sino yo no existiría –respondió Paquito–. Y si la magia existe, nunca hay que perder la esperanza.
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